Texto escrito por Elías Carranza, para su declaración ante el Tribunal Federal de Rosario, en la causa Díaz Bessone y otros (antes Feced).
El viernes 18 de febrero de 1977 regresando en mi automóvil a mi casa, desde los Tribunales Provinciales donde trabajaba, me rodearon otros automóviles y fui secuestrado en la calle Boulevard Oroño entre Córdoba y Rioja. Me vendaron los ojos, me ataron las manos, y fui llevado al entonces Servicio de Informaciones en la Jefatura de Policía, en la esquina de San Lorenzo y Dorrego, donde estuve un mes en total y posteriormente algo más de tres meses en la cárcel de Coronda. Durante el tiempo que me mantuvieron en la Jefatura me pusieron electricidad en el cuerpo (picana eléctrica) y me golpearon muchas veces entre varias personas que me daban patadas y puñetazos, estando yo siempre con las manos atadas y los ojos vendados.
En el Servicio de Informaciones estuve en la llamada “favela”, que era un entrepiso de madera, también estuve en la habitación que había debajo de la favela, y posteriormente en el sótano o “pozo”. En tales lugares estuve con muchas otras personas también secuestradas, a algunas de las cuales las mataron, o desaparecieron.
En junio me pusieron en libertad, pero antes me advirtieron que me liberarían pero me darían un tiro en la nuca.
Permanecer en el país se hizo difícil para nuestra familia, y el 26 de febrero de 1978 nos exiliamos en Costa Rica, donde actualmente residimos.
Ya en el exterior, el 13 de julio de 1984, en Ottawa, en la Embajada Argentina en Canadá, respondiendo a la convocatoria de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas creada por el gobierno constitucional que presidió el Dr. Raúl Alfonsín denuncié los hechos para que fuera remitida mi declaración a dicha Comisión, y para que ésta la remitiera oportunamente a la justicia. Lo hice acompañado del entonces Secretario de Derechos Humanos Doctor Horacio Ravena, y posteriormente en compañía del Dr. Emilio Mignone la entregamos también a los fiscales Strassera y Moreno Ocampo, pero no se tramitó ante la justicia en aquél momento porque en ese entonces se juzgó solo a las cúpulas de las tres armas que habían asumido el Gobierno de la Nación luego del golpe militar.
Posteriormente fuí llamado a declarar ante el Juez Baltazar Garzón, quien investigaba casos de víctimas de nacionalidad española, particularmente la desaparición de la familia Labrador. Declaré ante él en Madrid.
Como pasaron casi 35 años desde los hechos, me guío en esta declaración por la que hice en 1984 para ser remitida a la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, sin perjuicio de ampliar o aclarar lo que el Tribunal considere necesario.
En mi caso, el secuestro y la tortura de que fui objeto se produce como un acto de venganza por la función que me correspondió desempeñar en la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Torturas de la H. Legislatura de la Provincia de Santa Fe, comisión que se creó en 1973 para investigar este mismo tipo de delitos que hoy se investigan, pero ocurridos durante el régimen militar que comenzó con el General Onganía y terminó en 1973 con el General Lanusse.
Es necesario hacer una breve referencia al tema de dicha comisión investigadora, porque tiene directa relación con mi posterior secuestro, y porque personas involucradas en estos mismos delitos cometidos durante el gobierno militar que entregó el poder en 1973, reaparecen en el golpe militar de marzo 1976, y reaparecen en oportunidad de mi secuestro.
El 27 de julio de 1973 la Cámara de Diputados de la Provincia creó la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Torturas, que funcionó durante un año. Estaba integrada por diputados y senadores de todos los partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa, y tuvo dos sedes, una en Santa Fe, y otra en Rosario. La de Rosario estuvo presidida por el diputado Juan Lucero del Partido Justicialista, actuando como secretario el diputado Rubén Martínez del Partido Unión Cívica Radical. En la sede de Rosario fui designado para trabajar.
La Comisión necesitaba personal que tuviera conocimiento en investigación de delitos, y trabajando yo en esa materia en el Juzgado de Instrucción de la 3ª. Nominación, la Asamblea Legislativa solicitó a la Corte Suprema de Justicia que me cediera para tal fin durante el tiempo que funcionaría la Comisión, a lo que la Corte accedió, asignándome para dicha función, y cediendo también un espacio físico para el funcionamiento de la Comisión en la planta baja del edificio de Tribunales que se encuentra frente al Parque Independencia.
El caso más notorio que investigó la Comisión fue el que tuvo como víctima a Angel Enrique Brandazza, desaparecido en Rosario el 28 de noviembre de 1972, joven trabajador y estudiante de Ciencias Económicas de 23 años de edad a quien el Comando SAR, Sub-Área Rosario, integrado por militares, gendarmes, policías federales y provinciales, secuestró y torturó con la picana eléctrica hasta que se les murió, y fondearon su cuerpo en el Río Paraná. Fue un caso de gran notoriedad pública en ese entonces, pero que poco después, durante el siguiente golpe militar, se multiplicaría por treinta mil.
Tanto el diputado Lucero como el diputado Martínez trabajaron con gran empeño y compromiso, y logramos identificar a los autores, que pertenecían a las fuerzas que integraban el comando SAR, logramos detener a varios de ellos, tomarles declaración, reunir los elementos de prueba, y trasladar el expediente al Juzgado Federal en turno en este mismo edificio. El trabajo de la Comisión fue ejemplar, y su informe final fue aprobado con un voto de aplauso en la Asamblea Legislativa de la Provincia y en la Cámara de Diputados de la Nación.
Logramos establecer que quien aplicó la picana eléctrica a Brandazza hasta causarle la muerte fue el entonces Coronel Luis Alberto Sarmiento, en la entonces seccional 5ª de la Policía de Rosario sita en la calle Dorrego, donde lo tenían secuestrado. Asimismo, determinamos que con diversos grados de participación tenían responsabilidad penal varios integrantes del comando SAR: el General Elbio Leandro Anaya, el General Juan de Dios del Perpetuo Socorro Carranza Zavalía, el Coronel Vilanova, los mayores Gigena y Bonifacino, el Sargento Ayudante Emilio Letto, el gendarme Gamboa; los policías federales Cabo Peregrino Luis Gallardo (alias Jopito), Subinspector Jorge Roberto Ibarra (alias Calculín), Cabo Primero Atilio Gerla (alias Costurera), los agentes Hugo José Bellet y Rubén Felipe Fernández; y los integrantes de la Policía Provincial Oficial Ayudante Ovidio Marcelo Olazagoitía, Oficial Subinspector Alberto Máximo Grandi, Cabos Rubén Oscar San Juan y Gregorio Prieto, y agente Angel Jesús Farías.
La Comisión, sus integrantes y colaboradores fuimos objeto de varios atentados y amenazas durante su funcionamiento, luego de su funcionamiento, y durante el período del último gobierno militar.
Durante el funcionamiento de la Comisión, en una oportunidad ametrallaron las ventanas de nuestra sede en el edificio de Tribunales; en otra dispararon contra nuestro automóvil, y en otra oportunidad pusieron una bomba en el auto al que íbamos a subir, que explotó destruyendo e incendiando tres vehículos estacionados en hilera. Pero el más grave de los hechos ocurridos durante el funcionamiento de la Comisión fue el secuestro y asesinato del abogado Felipe Rodríguez Araya y del Procurador Lescano, quienes habían colaborado aportando con su firma datos muy valiosos para esclarecer los hechos que investigábamos.
Varias veces ametrallaron la casa de Juan Lucero, presidente de la Comisión, y el día del golpe militar de marzo de 1976 entró una patota a su casa secuestrándolo, y aunque posteriormente se oficializó su privación de libertad permaneció encarcelado durante más de cinco años a disposición del Poder Ejecutivo.
Junto con Lucero secuestraron a Santiago Harte, entonces funcionario de estos tribunales federales confundiéndolo con mi persona, a quien soltaron poco después.
Los “grupos de tareas” que hacían los operativos y secuestros entraron en tres oportunidades a buscarme a las oficinas de mi padre, de quien tengo su mismo nombre y apellido, y cayeron también en horas de la noche buscándome en el departamento en el que él vivía.
Increíblemente, el mismo General Latella Frías, militar de Intendencia, abogado, quien era el interventor en el Poder Judicial, me advirtió que corría peligro. Entre las funciones del General interventor estaba la de cesar en sus funciones a los funcionarios que el régimen militar determinara, y los policías enemigos de la Comisión promovieron mi cesantía e inclusive pidieron mi captura poniendo mi nombre en el orden del día de la Policía de la Provincia, lo que me obligó a alejarme de la ciudad por un tiempo. La Asociación Gremial de Empleados del Poder Judicial me consiguió una entrevista con el interventor, a quien uno de los gremialistas conocía, tenía buen concepto de su persona y pensaba que si me escuchaba y recibía la información correcta me dejaría en mi puesto. Preparé entonces un detalle de las causas penales que me había correspondido investigar tanto en el Juzgado de Instrucción de la 3ª Nominación como durante mi función en la Comisión Bicameral, en las que había policías imputados, y le expliqué al interventor los motivos por los que estas personas pedían mi cesantía. El general me dejó en mi puesto, se levantó mi orden de captura y continué trabajando. Pero poco después de nuestra entrevista me llamó por teléfono al Juzgado de Instrucción de la 3ª. Nominación y me dijo textualmente “cuídese de la policía y de su seguridad”, como diciendo: yo lo he dejado en su puesto, pero no puedo hacer más que eso.
Fue una época alucinante. Con mi esposa embarazada de nuestra tercera hija y nuestras hijas de cinco y diez años cambiábamos constantemente de domicilio, gracias al apoyo de amigos y de mis hermanos que trabajaban como corredores de propiedades inmuebles. Nos levantábamos temprano, llevábamos las nenas a la escuela, e ibamos a trabajar a los tribunales. Como parte de mis funciones yo llamaba por teléfono a la Jefatura de Policía o a alguna comisaría para que me trajeran a las personas detenidas a quienes tenía que tomar declaración o practicar con ellas alguna diligencia, trabajaba hasta la una de la tarde, y cuando cerraban los tribunales salía alternando las cuatro puertas que tiene el edificio para evitar mi secuestro.
El 30 de diciembre de 1975, casi tres meses antes del golpe militar, al abrir a la mañana temprano la puerta de nuestro departamento ubicado en el piso 10 de la calle Santa Fe 2141 entre Boulevard Oroño y Balcarce, encontramos en el suelo, frente a nuestra entrada, un volante impreso titulado “Parte de Guerra Número 1”, que suscribían la Alianza Anticomunista Argentina, el Comando Libertadores de América y el Comando de Fuerzas Conjuntas que decía que se habían reunido en Córdoba el día anterior, 29 de diciembre, y habían decidido ejecutar, previo juicio sumarísimo y en el lugar en que se los hallare, por el bien de nuestra Patria a los integrantes de ... y enumeraba una lista larguísima de entidades y funciones en las que detectarían a las personas a eliminar.
Finalmente, el viernes 18 de febrero de 1977, aproximadamente a la una y quince de la tarde, habiendo salido de mi trabajo como Oficial Principal del Juzgado Tercero de Instrucción y conduciendo mi automóvil en dirección a mi casa por el Boulevard Oroño, llegando a la esquina de Córdoba mi automóvil fue bloqueado por otros tres, uno que se instaló delante mío, otro cerca de mi costado izquierdo, y otro que se detuvo detrás mío, y que posiblemente también pertenecía a los secuestradores. Se bajó un individuo que me encañonó con una pistola, me hizo correr al asiento del acompañante, ocupó mi lugar en el volante y arrancó doblando por San Lorenzo hacia Balcarce. En esa esquina me cambiaron a un automóvil Peugeot, creo que de color marfil, donde uno que iba en el asiento de atrás, me encañonó con una pistola en la cabeza, haciéndome recostar boca arriba con la cabeza sobre sus rodillas y me vendó los ojos con mi corbata. Me condujeron a la Jefatura de Policía de Rosario, al local del Servicio de Informaciones.
Por mi función yo conocía bastante bien la Jefatura de Policía, ya que durante mucho tiempo luego del traslado de los Tribunales Provinciales a su nuevo edificio en Av. Pellegrini, y hasta que se puso en funcionamiento la Alcaldía propia de Tribunales sita en el subsuelo, muchas diligencias con presos, sobre todo reconocimientos en rueda de personas, íbamos a hacerlos allí, a la Alcaidía Central. De modo que de inmediato supe dónde me encontraba.
A pesar de la odisea que viví, y vivió mi familia, considero que tuvimos mucha suerte, sobre todo comparando con tantas personas que en ese mismo lugar sufrieron torturas horribles, muchas de las cuales desaparecieron para siempre.
Ese día venía a nuestra casa un carpintero italiano amigo de la familia, que nos tenía que instalar un placard y a quien habíamos invitado a almorzar. Mi esposa Rita Maxera, al ver que yo no llegaba comprendió inmediatamente que algo malo había ocurrido porque ese día yo debía llegar temprano, y llamó por teléfono al entonces juez de Instrucción Ramón Teodoro Ríos, actualmente juez de la Cámara de Apelaciones de la Justicia de la Provincia, quien se comunicó con la Jefatura logrando determinar que yo estaba allí. Con la llamada de Teodoro Ríos quedó establecido que yo estaba en poder de la policía en el Servicio de Informaciones, lo que daba cierta seguridad a mi situación, si bien mi esposa pudo verme recién a los casi cuatro meses de mi secuestro, y comprobé en mi persona los delitos que antes habíamos investigado con la Comisión Bicameral.
En mi misma situación se encontraban en el Servicio de Informaciones numerosas personas del sexo masculino y femenino. Durante el mes que estuve en ese lugar (antes de ser trasladado a la cárcel de Coronda) calculo que nunca habrá habido, en las reducidas oficinas en las que yo estaba, menos de treinta personas secuestradas en promedio, ya que la cifra oscilaba, traían gente nueva, y a otros, luego de tenerlos allí y torturarlos salvajemente, un buen día se los llevaban y no volvíamos a verlos. En otros casos, se hacían traslados oficializando la situación de secuestrados, como cuando yo fui trasladado a la cárcel de Coronda.
Las sesiones de tortura con picana eléctrica y golpes en el Servicio de Informaciones eran constantes, y todos los que allí estábamos vivíamos la angustia de ver que se llevaban a alguno que estaba sentado en el suelo al lado nuestro y luego escuchábamos sus espantosos gritos durante tiempos muy prolongados, o a veces oíamos los gritos desgarradores de personas que no sabíamos quienes eran. Pienso que los vecinos de la Jefatura de Policía que vivían sobre las calles San Lorenzo y Dorrego tendrían que escuchar también seguramente, ya que recuerdo que en una oportunidad en que ya estábamos en el sótano, que tenía unas pequeñas ventanas al nivel del suelo que dan a la calle, estuvimos un rato muy largo en silencio todos los que allí estábamos, oyendo los espantosos gritos de una mujer torturada, que advertimos que salían por alguna de las ventanas que dan a la calle en el primer piso del edificio, y entraban por la otra ventana del sótano desde donde escuchábamos nosotros. El acceso a estas dos calles era muy restringido, y siempre estaban sus veredas bloqueadas por vehículos policiales y particulares para uso policial.
En el primer nivel de esa parte del edificio, que es como una planta baja elevada, o un primer piso no muy alto al que se accedía por una escalera pequeña estábamos solamente gente vendada, sentados en el suelo. No se permitía hablar ni quitarse la venda, cosa que nadie osaba hacer aunque teníamos las manos libres. Al inicio, y durante varios días, me ataron las manos adelante con una soga, que después me quitaron.
Arriba de este primer piso, había un entrepiso con suelo de madera al que se accedía por una escalera también de madera, llamado “la favela”, donde también había gente vendada. Me tuvieron en ese lugar cerca de dos días, luego me bajaron al primer nivel donde estuve sentado en el suelo otros doce días, catorce días vendado en total, hasta que finalmente me bajaron a un sótano o subsuelo donde la gente tenía ya los ojos libres, aunque en dos oportunidades me volvieron a tabicar (vendar) y me llevaron con un grupo de unos diez, en un camión, hacia afuera de la ciudad. Esto ocurrió en oportunidad de la visita que hizo al país la Cruz Roja Internacional, hacia fines de febrero o principios de marzo. En esa ocasión, una madrugada, como a las cuatro de la mañana, ya estando en el sótano y sin los ojos vendados, apareció uno de los guardas y dijo “fulano, fulano, fulano y fulano, con tabique, suban”. El pronóstico de lo que ocurriría no era bueno al ver que a quienes llamaban de esa manera y a esa hora para salir con “tabique”, éramos los que estábamos más marcados por los golpes y la tortura y los que ellos llamaban “la pesada”. Nos pusieron a unos ocho o diez boca abajo en un camión, que creo que era verde oliva como los del ejército, no estoy seguro, con dos o tres hombres con las ametralladoras sobre nuestras cabezas. El vehículo arrancó. Dos días seguidos ocurrió esto, tiempo durante el cual nos decían que nos llevaban para ejecutarnos, que íbamos a morir “en un enfrentamiento” y cosas así.
Iba con nosotros una chica jovencita, muy torturada, que se quejaba mucho y posiblemente por su ansiedad necesitaba comunicarse, y pedía agua. Uno de los de las ametralladoras le dijo que se callara, que pronto tomaría bastante agua en el río con los pescados. Por la información que me dio sobre Alicia Minetti su padre tiempo después, quien la buscaba angustiado, deduje que era ella quien iba con nosotros. Su cuerpo nunca apareció. Así estuvimos muchas horas, todo el día hasta la noche, boca abajo y con tabique, en el camión que a ratos caminaba y a ratos se detenía. Estábamos sobre un charco de orines porque no nos permitieron levantarnos y salir del camión a orinar, y algunos no pudieron aguantar, hasta que nos trajeron de regreso al sótano.
En el sótano dormíamos todos en el piso, como en una gran cama. A la noche siguiente se me acercó gateando el doctor Filippini, un abogado a quien habían secuestrado por ser el abogado de la esposa de un policía que tenía un pleito de separación o divorcio con su marido, y me dijo en voz baja “Carranza, los van a sacar de nuevo, pero no te preocupés que es porque viene la Cruz Roja Internacional”. Ese día lo habían sacado a Filippini para hacer un trámite judicial y mientras lo llevaban en un automóvil, escuchó lo que conversaban los custodios. Saber eso era importante, porque el operativo tenía todas las características de los fusilamientos que luego aparecían en los periódicos como “muertos en un enfrentamiento”. Cuando pude pasé la información a los demás, porque podía ocurrir que durante el viaje alguno tratara de escapar y le aplicaran la “ley de fuga”. Nos sacaron nuevamente boca abajo en el camión a la madrugada, y regresamos nuevamente a la noche. Después ocurrió que la Cruz Roja, que había venido al país para inspeccionar los lugares de detención del gobierno militar, inspeccionó otros lugares, pero no llegó a Rosario como se creía que ocurriría. De todos modos se había organizado el escenario previendo la visita.
El mismo día de mi secuestro y a poco de llegar al Servicio de Informaciones, fui interrogado por primera vez, siempre con los ojos vendados, en la oficina del Jefe del Servicio, por el mismo Jefe de Policía de Rosario, Comandante Mayor de Gendarmería Agustín Feced y por otras personas entre las que estaba Guzmán Alfaro. En esa oportunidad, solamente me dieron varias trompadas en el estómago. Antes de entrar a esa oficina, y después nuevamente, me tuvieron parado en un rincón a la entrada, en la guardia, donde uno hacía girar un tambor de revólver sobre mi oído, gatillando como si fuera a disparar sobre mí sien.
Los interrogatorios eran bastante elementales en mi caso, ya que más bien se limitaban a provocarme por haber sido el sumariante de la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Torturas. Pretendían que reconociera que era un ideólogo de la guerrilla y cosas así, pero no había nada concreto que pudieran preguntarme o que yo tuviera que decirles. Pretendieron que dijera que en oportunidad de un operativo en una casa realizado en Alberdi yo había ocultado un mimeógrafo.
Luego de eso fui interrogado de la misma manera en una oficina ubicada enfrente de la del Jefe del Servicio de Informaciones. Esto ocurrió a los dos días aproximadamente. En ésta oportunidad un individuo se limitó a darme trompadas en la cara y hacerme amenazas verbales en nombre de los torturadores a quienes habíamos investigado con la Comisión Bicameral. También pretendían que dijera que la hija del Diputado Juan Lucero era montonera, y que manejaba armas de fuego.
Carmen Lucero, que en ese entonces tenía apenas dieciséis años, también fue secuestrada en esos días y salvajemente torturada con la picana eléctrica. Nos sentaron juntos en el suelo en el primer piso del Servicio de Informaciones, y luego estuvimos con muchas personas más en el sótano.
En esta segunda oportunidad, me interrogaron dos personas, una que me golpeaba, y otra que escribía en una máquina de escribir. En la tapa del escritorio del que escribía pude ver -por debajo de mi venda, ya que yo estaba de pie y veía algo por las cavidades que se forman al lado de la nariz- una cruz esvástica grande, grabada sobre la madera con un elemento cortante, como las cosas que a veces grabábamos en los pupitres en la escuela secundaria.
La tercera sesión estuvo nuevamente presidida por el Jefe de la Policía de Rosario. Esto fue en una oficina más grande, también ubicada en frente de la del Jefe pero más hacia el fondo del pasillo. Había muchas otras personas en la habitación, sobre todo policías que habían sido investigados por nosotros con la Comisión Bicameral. Entre ellos reconocí a Alberto Máximo Grandi, quien continuaba en funciones en la Policía de la Provincia. La sesión fue similar a las anteriores. Tuvo el carácter de una especie de satisfacción personal que ellos querían tener, ya que no había cosas concretas que imputarme o preguntarme. No obstante, la sesión duró creo que como una hora, aunque el Jefe de Policía en este caso no permitió que me pusieran en “la máquina” como otros querían, ni que me golpearan severamente. En un momento dado, inclusive, advirtió por lo bajo a uno de sus subordinados que tuviera cuidado, que conmigo no había “ley de fuga”.
En el caso particular de Guzmán Alfaro, con él tuve una sesión en su oficina conversando sin venda (sin “tabique” como ellos decían). Esto fue durante la primera semana de mi secuestro. Me llamó a su oficina, me hizo sacar la venda, me sentó frente a su escritorio y conversó conmigo unos quince minutos. Luego me vendaron nuevamente, y me llevaron a mi lugar en la otra habitación.
Al día siguiente, o un par de días después de este diálogo, hubo una cuarta o quinta sesión, nuevamente en la oficina de Guzmán Alfaro, en la que fui lanzado en medio de un grupo de 7 u 8 personas y golpeado brutalmente a trompadas y puntapiés, en la cara, el pecho y zona baja, cubriéndome yo siempre los testículos con las manos. Me pusieron la picana eléctrica en el pecho y me decían “¿Así que ustedes investigaban esto?” Los golpes me produjeron hematomas en la cara, especialmente en la nariz y ojos. Los ojos me quedaron completamente cerrados por la hinchazón, de manera que durante varios días cuando me quitaron el tabique y me bajaron al sótano, para ver tenía que abrirme los párpados suavemente con las manos. Se me produjeron derrames en los globos de los ojos, además de abundante sangre que perdí por la nariz y por las cejas en las que los golpes me produjeron cortes.
Recuerdo que uno de los que me rodeaban estando yo vendado y maniatado, antes de golpearme me dijo “yo vine desde muy lejos para este encuentro”, y un tercero, cuando me estaban sacando ya de esa habitación, me dijo en voz baja al oído “¿sabés quien soy? El que venía en el TIRSA”, y me dió un último golpe en la cara. Reconocí entonces la voz de Angel Jesús Farías, posiblemente el más pusilánime de quienes había investigado la Comisión Bicameral, que necesitaba que yo supiera que era él el que me golpeaba. Había tenido cierta participación en el caso Brandazza durante el anterior gobierno militar, y ahora reaparecía nuevamente al servicio del nuevo gobierno militar. Lo habíamos detenido con la Comisión a la altura de Villa Constitución en oportunidad en que él viajaba en un ómnibus de la línea TIRSA regresando de Villa Gesell a Rosario.
Esta sesión irónicamente resultó ser un “juicio” según me dijeron, pues nos hacían pasar a los que allí estábamos de a uno, con los ojos vendados, a la oficina en la que nos dijeron que un Capitán del Ejército nos iba a juzgar. Al despedirnos de tales sesiones nos decían verbalmente el número de años que nos habían impuesto como “condena”. A mí me dijeron un número bajo, que me habían puesto dos años. Aunque esta fue la sesión en la que se habló menos y prácticamente se limitaron a golpearme y picanearme. Lo del juicio era evidentemente una burla.
A los catorce días me quitaron la venda de los ojos y me pasaron, desde el lugar del primer piso en el que me encontraba, al sótano, ubicado debajo de esa misma esquina, en el que estábamos aproximadamente 25 prisioneros cuyo número oscilaba a lo largo de los días. Muchos de los que allí estaban conmigo habían sido muy torturados. Recuerdo dos que tenían en varias partes del cuerpo llagas que supuraban, producidas por el exceso de picana eléctrica y creo que de cigarillos. No recuerdo bien su apellido, creo que uno de ellos se llamaba Arce, pero no estoy seguro. Luego fue trasladado a Coronda conmigo, aunque a otro pabellón. Temo equivocarme en este apellido. Entre todos los que allí estábamos nos curábamos como podíamos, ya que no teníamos elementos con que hacerlo y las condiciones de higiene eran malas.
A los treinta días aproximadamente, junto con otras 17 personas del sexo masculino me trasladaron a la cárcel de Coronda, adonde llegamos luego de un viaje muy angustiante, porque nos trasladaron dentro de un furgón metálico completamente cerrado, apretados cuerpo contra cuerpo y sintiendo que nos asfixiábamos por la falta de aire, pues metieron dentro del furgón supongo que tres veces su capacidad.
A los tres meses y medio por primera vez pudo verme mi esposa y otros familiares durante unos 5 minutos sin contacto físico.
Aproximadamente a los 4 meses de encierro, sin haber sido puesto a disposición de ninguna autoridad judicial ni recibir asistencia legal fui trasladado a la Sede del Comando del Cuerpo de Ejército II, sita en Moreno y Córdoba, de donde fui liberado junto con otras treinta personas aproximadamente. La nómina de los liberados fue publicada en el diario La Capital de Rosario, y posiblemente en otros. Creo que la soltura se produjo el 6 de junio de 1977.
En el acto de soltura nos dirigió un aparatoso discurso el entonces Comandante del II Cuerpo de Ejército, General Leopoldo Fortunato Galtieri, con cuyas palabras ratificó que el Comando del II Cuerpo era la cabeza de la organización que nos había secuestrado, torturado y mantenido en cautiverio. Nos hicieron formar en un semicírculo y el general nos dijo que el día estaba nublado, pero había salido un inmenso sol para nosotros; que íbamos de regreso a nuestras casas; que no debíamos decir una palabra más de lo que había pasado, mirar hacia adelante y olvidarnos de todo, y que si por alguna razón llegábamos a entrar nuevamente en una zona gris en la que volviera a existir alguna duda sobre nosotros, entonces las cosas iban a ser distintas y desapareceríamos definitivamente.
Antes de llevarme a Rosario para ese acto con el General Galtieri, en Coronda me sacaron de mi celda y me llevaron a una oficina donde una persona oculta tras anteojos oscuros mantuvo un diálogo conmigo y al final me dijo que me pondrían en libertad pero que me fuera del país, porque de otro modo me darían un tiro en la nuca.
Luego de liberado renuncié a mi cargo en la Justicia Provincial en carta explicando las razones por las que debía hacerlo y denunciando los hechos que habían ocurrido contra mi persona.
El Interventor del Gobierno Militar en la Provincia, Almirante Desimoni aceptó mi renuncia, pero rechazando los términos. Tuve que alejarme de la Ciudad de Rosario, tramitar los pasaportes de mi familia y el mío, que demoraron en entregarme muchos meses, razón por la cual recién el 26 de febrero de 1978 viajamos a Costa Rica con mi esposa y nuestras entonces tres hijas, que ahora son cuatro hijas y un hijo.
En cuanto a los compañeros y compañeras que estuvimos juntos en ese lugar, creo que todos y todas podíamos sentirnos compañeros como seres humanos en esa situación, aunque estábamos personas de muy diversas edades y extracciones laborales, políticas o sindicales. Entre las personas que estuvieron conmigo como antes dije estaba Carmen Lucero, que tenía solo 16 años, a quien secuestraron por ser la hija del diputado Juan Lucero y sometieron a torturas y vejámenes terribles, sin lograr amedrentarla ni destruir su entereza.
Estaba Adrián Sánchez, un muchachito que tendría también 16 o 17 años y fue trasladado conmigo en el mismo contingente a la Cárcel de Coronda.
Estaba también la pareja que llamaban el Cady y la Victoria, que militaban en la juventud peronista o en la Unión de Estudiantes Secundarios. Tendrían, creo, un par de años más que Carmen y Adrián Sánchez, pero los habían quebrado totalmente y los utilizaban para secuestrar, torturar e interrogar a más chicos y chicas de ese grupo político.
Estaba también un señor Gómez, que creo que era sindicalista. El estaba con nosotros en el sótano, y su esposa, embarazada, estaba en otro lugar de la Jefatura. Su esposa murió por el maltrato y por la falta de atención médica. La noticia nos llegó hasta el sótano, y no sabíamos como decírselo. El único que no lo sabía era él. El personal de la guardia se lo llevó sin decirle adonde iba. Cuando regresó nos contó que lo habían llevado a su casa, y al entrar se encontró con el velorio de su esposa.
Estaba también Juan José Mattos, que creo que era obrero de la carne, y tenía el mismo nombre y apellido que otro Juan José Mattos que estaba preso en Coronda.
Había también un sacerdote tercermundista, a quien la patota burlaba y mortificaba continuamente. Creo que su apellido era García.
También estaba con nosotros “el pollo” José Baravalle, a quien la tortura había quebrado e identificó compañeros suyos que fueron también secuestrados y torturados, y luego que lo liberaran, ya en Italia, se suicidó al enterarse que la justicia había ordenado su captura. Aunque él ya está muerto, y no se lo podrá judicialmente condenar, ni absolver, siento la obligación de referir lo que yo ví, y viví, de su actuación en ese infierno. Yo no lo conocía a José Baravalle. Lo conocí en la favela y en el pozo. Conocía sí a un hermano suyo abogado, y por relaciones familiares y sociales el pollo más o menos sabía quien era yo, y yo más o menos sabía quien era él.
Era de una generación muy posterior a la mía, creo que de unos diez años menos que yo. En el pozo él sintió la necesidad de contarme, de confesarse con alguien, diciéndome lo que había hecho. Me contó que el grupo en el que militaba tenían establecida la norma de que si alguno no se reportaba en un lapso creo que de 48 horas sus compañeros tenían que alertarse y cambiar de domicilio. Me dijo que había resistido la tortura mucho más que eso, como quince días, y luego no había podido aguantar más, y dio nombres de compañeros, que fueron secuestrados. Tenía mucha angustia y dolor, y a diferencia del Cady y la Victoria, a quienes se los veía muy cómodos en su rol de colaboradores de quienes secuestraban y torturaban, Baravalle era un ser atormentado que permanentemente trataba de ayudar en lo que podía a quienes allí estábamos. Ayudar podía ser algo tan nimio como guiarlo a uno con los ojos vendados hasta el baño, y luego pasar a buscarlo para llevarlo nuevamente a su rincón. Quienes estábamos vendados podíamos ver un poco los zapatos de quienes pasaban cerca, y cuando pasaban los zapatos del pollo se podía pedir agua o tratar de ir al baño. Si pasaban otros zapatos, en vez de agua o de ir al baño se podía recibir una patada.
En cuanto a los guardas y represores que nos tenían cautivos, identifiqué al entonces Jefe de la Policía de Rosario Comandante Mayor de Gendarmería Agustín Feced, y al entonces Jefe del Servicio de Informaciones Raúl Alberto Guzmán Alfaro, ambos ya muertos
Salvo las cabezas principales, todos o casi todos los que trabajaban secuestrando, torturando o vigilando víctimas tenían apodos para dificultar su identificación. Recuerdo los nombres de Kungfú, Kungfito, Managua, Juan, “El pelado” (que creo que era el mismo que “el sargento”), Lo Fiego alia “el ciego” o “Mengele”, y otro de apellido Marcote, a quien le decían “el cura”.
Me llamó la atención lo correcto en el trato (si cabe esa expresión en ese infierno) de uno que creo que se llamaba Diego; en aquél entonces no tendría más de 30 años, no muy alto, pelo negro lacio. Tuve la impresión de que no estaba muy de acuerdo con lo que allí pasaba, pero supongo era de un rango bajo en el escalafón, y nada podía hacer para impedirlo.
Como antes dije, en la cúpula de la responsabilidad por los delitos que se investigan estaba el Comandante del II Cuerpo de Ejército General Leopoldo Fortunato Galtieri, lamentablemente también ya muerto. Similar responsabilidad que Galtieri tendría en otras causas similares -aunque no en mi secuestro específico- el General Ramón Genaro Díaz Bessone, quien precedió a Galtieri como Comandante del II Cuerpo de Ejército. Cabría determinar la responsabilidad de Díaz Bessone en los atentados y amenazas de que fuimos víctimas antes de que me secuestraran.
Cabría asimismo determinar la responsabilidad de otros implicados, como el entonces Mayor Fernando Soria, que era quien en el Comando del II cuerpo llevaba los legajos de las personas secuestradas, torturadas y eventualmente asesinadas. Mi esposa, al igual que muchos familiares de otros secuestrados, se entrevistó con él en más de una oportunidad haciendo gestiones para mi liberación.
Traté de hacer una síntesis de los hechos principales que podía poner en conocimiento del Tribunal. Quedo a su disposición para ampliar o para lo que fuere menester.
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Los crímenes que juzga este Tribunal en esta causa son crímenes imprescriptibles de terrorismo de Estado, considerados de lesa humanidad, y cometidos de manera organizada y sistemática utilizando para ello las instituciones estatales. Hay que notar que las listas y legajos de las personas secuestradas y desaparecidas se encontraban en el Comando del II Cuerpo de Ejército, y que las personas secuestradas eran alojadas y torturadas en las instalaciones del Servicio de Informaciones sito en el edificio de la Jefatura de Policía y de la Gobernación de la Provincia.
Pronto hará cincuenta años que llevo trabajando en la justicia penal, primero en la justicia de instrucción en la ciudad de Rosario, y desde hace más de treinta años en el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Trato al Delincuente ILANUD.
“La justicia penal es como las víboras, muerde a los descalzos”, supo decir el Obispo Casaldáliga, en una frase que sintetiza algo harto verificado por la criminología y la sociología criminal: que las personas que tienen mucho poder logran en gran número evadir la justicia con impunidad, mientras por el contrario la justicia penal castiga de manera desproporcionada a los más débiles.
Trabajando por mi función en esta materia en toda la región de América Latina y el Caribe, y teniendo asimismo la oportunidad de conocer también el funcionamiento de la justicia penal en países de otras regiones del mundo, puedo observar que en un momento internacional muy difícil, nuestro país durante los primeros años del advenimiento de la democracia y en la actualidad durante el curso de los últimos diez años, ha hecho de la función de la justicia penal en los casos de delitos de lesa humanidad una política de Estado. El país está produciendo una justicia penal más justa, y sentencias de la Corte Suprema de Justicia son citadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Y afianzar la justicia es tan importante para afianzar definitivamente nuestra democracia y una sociedad con menos violencia, en la que los hechos que hoy juzga este tribunal no se vuelvan a repetir.
Aunque sin duda es mucho lo que queda por hacer, estoy convencido que el país va por buen camino.
En el Servicio de Informaciones estuve en la llamada “favela”, que era un entrepiso de madera, también estuve en la habitación que había debajo de la favela, y posteriormente en el sótano o “pozo”. En tales lugares estuve con muchas otras personas también secuestradas, a algunas de las cuales las mataron, o desaparecieron.
En junio me pusieron en libertad, pero antes me advirtieron que me liberarían pero me darían un tiro en la nuca.
Permanecer en el país se hizo difícil para nuestra familia, y el 26 de febrero de 1978 nos exiliamos en Costa Rica, donde actualmente residimos.
Ya en el exterior, el 13 de julio de 1984, en Ottawa, en la Embajada Argentina en Canadá, respondiendo a la convocatoria de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas creada por el gobierno constitucional que presidió el Dr. Raúl Alfonsín denuncié los hechos para que fuera remitida mi declaración a dicha Comisión, y para que ésta la remitiera oportunamente a la justicia. Lo hice acompañado del entonces Secretario de Derechos Humanos Doctor Horacio Ravena, y posteriormente en compañía del Dr. Emilio Mignone la entregamos también a los fiscales Strassera y Moreno Ocampo, pero no se tramitó ante la justicia en aquél momento porque en ese entonces se juzgó solo a las cúpulas de las tres armas que habían asumido el Gobierno de la Nación luego del golpe militar.
Posteriormente fuí llamado a declarar ante el Juez Baltazar Garzón, quien investigaba casos de víctimas de nacionalidad española, particularmente la desaparición de la familia Labrador. Declaré ante él en Madrid.
Como pasaron casi 35 años desde los hechos, me guío en esta declaración por la que hice en 1984 para ser remitida a la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, sin perjuicio de ampliar o aclarar lo que el Tribunal considere necesario.
En mi caso, el secuestro y la tortura de que fui objeto se produce como un acto de venganza por la función que me correspondió desempeñar en la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Torturas de la H. Legislatura de la Provincia de Santa Fe, comisión que se creó en 1973 para investigar este mismo tipo de delitos que hoy se investigan, pero ocurridos durante el régimen militar que comenzó con el General Onganía y terminó en 1973 con el General Lanusse.
Es necesario hacer una breve referencia al tema de dicha comisión investigadora, porque tiene directa relación con mi posterior secuestro, y porque personas involucradas en estos mismos delitos cometidos durante el gobierno militar que entregó el poder en 1973, reaparecen en el golpe militar de marzo 1976, y reaparecen en oportunidad de mi secuestro.
El 27 de julio de 1973 la Cámara de Diputados de la Provincia creó la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Torturas, que funcionó durante un año. Estaba integrada por diputados y senadores de todos los partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa, y tuvo dos sedes, una en Santa Fe, y otra en Rosario. La de Rosario estuvo presidida por el diputado Juan Lucero del Partido Justicialista, actuando como secretario el diputado Rubén Martínez del Partido Unión Cívica Radical. En la sede de Rosario fui designado para trabajar.
La Comisión necesitaba personal que tuviera conocimiento en investigación de delitos, y trabajando yo en esa materia en el Juzgado de Instrucción de la 3ª. Nominación, la Asamblea Legislativa solicitó a la Corte Suprema de Justicia que me cediera para tal fin durante el tiempo que funcionaría la Comisión, a lo que la Corte accedió, asignándome para dicha función, y cediendo también un espacio físico para el funcionamiento de la Comisión en la planta baja del edificio de Tribunales que se encuentra frente al Parque Independencia.
El caso más notorio que investigó la Comisión fue el que tuvo como víctima a Angel Enrique Brandazza, desaparecido en Rosario el 28 de noviembre de 1972, joven trabajador y estudiante de Ciencias Económicas de 23 años de edad a quien el Comando SAR, Sub-Área Rosario, integrado por militares, gendarmes, policías federales y provinciales, secuestró y torturó con la picana eléctrica hasta que se les murió, y fondearon su cuerpo en el Río Paraná. Fue un caso de gran notoriedad pública en ese entonces, pero que poco después, durante el siguiente golpe militar, se multiplicaría por treinta mil.
Tanto el diputado Lucero como el diputado Martínez trabajaron con gran empeño y compromiso, y logramos identificar a los autores, que pertenecían a las fuerzas que integraban el comando SAR, logramos detener a varios de ellos, tomarles declaración, reunir los elementos de prueba, y trasladar el expediente al Juzgado Federal en turno en este mismo edificio. El trabajo de la Comisión fue ejemplar, y su informe final fue aprobado con un voto de aplauso en la Asamblea Legislativa de la Provincia y en la Cámara de Diputados de la Nación.
Logramos establecer que quien aplicó la picana eléctrica a Brandazza hasta causarle la muerte fue el entonces Coronel Luis Alberto Sarmiento, en la entonces seccional 5ª de la Policía de Rosario sita en la calle Dorrego, donde lo tenían secuestrado. Asimismo, determinamos que con diversos grados de participación tenían responsabilidad penal varios integrantes del comando SAR: el General Elbio Leandro Anaya, el General Juan de Dios del Perpetuo Socorro Carranza Zavalía, el Coronel Vilanova, los mayores Gigena y Bonifacino, el Sargento Ayudante Emilio Letto, el gendarme Gamboa; los policías federales Cabo Peregrino Luis Gallardo (alias Jopito), Subinspector Jorge Roberto Ibarra (alias Calculín), Cabo Primero Atilio Gerla (alias Costurera), los agentes Hugo José Bellet y Rubén Felipe Fernández; y los integrantes de la Policía Provincial Oficial Ayudante Ovidio Marcelo Olazagoitía, Oficial Subinspector Alberto Máximo Grandi, Cabos Rubén Oscar San Juan y Gregorio Prieto, y agente Angel Jesús Farías.
La Comisión, sus integrantes y colaboradores fuimos objeto de varios atentados y amenazas durante su funcionamiento, luego de su funcionamiento, y durante el período del último gobierno militar.
Durante el funcionamiento de la Comisión, en una oportunidad ametrallaron las ventanas de nuestra sede en el edificio de Tribunales; en otra dispararon contra nuestro automóvil, y en otra oportunidad pusieron una bomba en el auto al que íbamos a subir, que explotó destruyendo e incendiando tres vehículos estacionados en hilera. Pero el más grave de los hechos ocurridos durante el funcionamiento de la Comisión fue el secuestro y asesinato del abogado Felipe Rodríguez Araya y del Procurador Lescano, quienes habían colaborado aportando con su firma datos muy valiosos para esclarecer los hechos que investigábamos.
Varias veces ametrallaron la casa de Juan Lucero, presidente de la Comisión, y el día del golpe militar de marzo de 1976 entró una patota a su casa secuestrándolo, y aunque posteriormente se oficializó su privación de libertad permaneció encarcelado durante más de cinco años a disposición del Poder Ejecutivo.
Junto con Lucero secuestraron a Santiago Harte, entonces funcionario de estos tribunales federales confundiéndolo con mi persona, a quien soltaron poco después.
Los “grupos de tareas” que hacían los operativos y secuestros entraron en tres oportunidades a buscarme a las oficinas de mi padre, de quien tengo su mismo nombre y apellido, y cayeron también en horas de la noche buscándome en el departamento en el que él vivía.
Increíblemente, el mismo General Latella Frías, militar de Intendencia, abogado, quien era el interventor en el Poder Judicial, me advirtió que corría peligro. Entre las funciones del General interventor estaba la de cesar en sus funciones a los funcionarios que el régimen militar determinara, y los policías enemigos de la Comisión promovieron mi cesantía e inclusive pidieron mi captura poniendo mi nombre en el orden del día de la Policía de la Provincia, lo que me obligó a alejarme de la ciudad por un tiempo. La Asociación Gremial de Empleados del Poder Judicial me consiguió una entrevista con el interventor, a quien uno de los gremialistas conocía, tenía buen concepto de su persona y pensaba que si me escuchaba y recibía la información correcta me dejaría en mi puesto. Preparé entonces un detalle de las causas penales que me había correspondido investigar tanto en el Juzgado de Instrucción de la 3ª Nominación como durante mi función en la Comisión Bicameral, en las que había policías imputados, y le expliqué al interventor los motivos por los que estas personas pedían mi cesantía. El general me dejó en mi puesto, se levantó mi orden de captura y continué trabajando. Pero poco después de nuestra entrevista me llamó por teléfono al Juzgado de Instrucción de la 3ª. Nominación y me dijo textualmente “cuídese de la policía y de su seguridad”, como diciendo: yo lo he dejado en su puesto, pero no puedo hacer más que eso.
Fue una época alucinante. Con mi esposa embarazada de nuestra tercera hija y nuestras hijas de cinco y diez años cambiábamos constantemente de domicilio, gracias al apoyo de amigos y de mis hermanos que trabajaban como corredores de propiedades inmuebles. Nos levantábamos temprano, llevábamos las nenas a la escuela, e ibamos a trabajar a los tribunales. Como parte de mis funciones yo llamaba por teléfono a la Jefatura de Policía o a alguna comisaría para que me trajeran a las personas detenidas a quienes tenía que tomar declaración o practicar con ellas alguna diligencia, trabajaba hasta la una de la tarde, y cuando cerraban los tribunales salía alternando las cuatro puertas que tiene el edificio para evitar mi secuestro.
El 30 de diciembre de 1975, casi tres meses antes del golpe militar, al abrir a la mañana temprano la puerta de nuestro departamento ubicado en el piso 10 de la calle Santa Fe 2141 entre Boulevard Oroño y Balcarce, encontramos en el suelo, frente a nuestra entrada, un volante impreso titulado “Parte de Guerra Número 1”, que suscribían la Alianza Anticomunista Argentina, el Comando Libertadores de América y el Comando de Fuerzas Conjuntas que decía que se habían reunido en Córdoba el día anterior, 29 de diciembre, y habían decidido ejecutar, previo juicio sumarísimo y en el lugar en que se los hallare, por el bien de nuestra Patria a los integrantes de ... y enumeraba una lista larguísima de entidades y funciones en las que detectarían a las personas a eliminar.
Finalmente, el viernes 18 de febrero de 1977, aproximadamente a la una y quince de la tarde, habiendo salido de mi trabajo como Oficial Principal del Juzgado Tercero de Instrucción y conduciendo mi automóvil en dirección a mi casa por el Boulevard Oroño, llegando a la esquina de Córdoba mi automóvil fue bloqueado por otros tres, uno que se instaló delante mío, otro cerca de mi costado izquierdo, y otro que se detuvo detrás mío, y que posiblemente también pertenecía a los secuestradores. Se bajó un individuo que me encañonó con una pistola, me hizo correr al asiento del acompañante, ocupó mi lugar en el volante y arrancó doblando por San Lorenzo hacia Balcarce. En esa esquina me cambiaron a un automóvil Peugeot, creo que de color marfil, donde uno que iba en el asiento de atrás, me encañonó con una pistola en la cabeza, haciéndome recostar boca arriba con la cabeza sobre sus rodillas y me vendó los ojos con mi corbata. Me condujeron a la Jefatura de Policía de Rosario, al local del Servicio de Informaciones.
Por mi función yo conocía bastante bien la Jefatura de Policía, ya que durante mucho tiempo luego del traslado de los Tribunales Provinciales a su nuevo edificio en Av. Pellegrini, y hasta que se puso en funcionamiento la Alcaldía propia de Tribunales sita en el subsuelo, muchas diligencias con presos, sobre todo reconocimientos en rueda de personas, íbamos a hacerlos allí, a la Alcaidía Central. De modo que de inmediato supe dónde me encontraba.
A pesar de la odisea que viví, y vivió mi familia, considero que tuvimos mucha suerte, sobre todo comparando con tantas personas que en ese mismo lugar sufrieron torturas horribles, muchas de las cuales desaparecieron para siempre.
Ese día venía a nuestra casa un carpintero italiano amigo de la familia, que nos tenía que instalar un placard y a quien habíamos invitado a almorzar. Mi esposa Rita Maxera, al ver que yo no llegaba comprendió inmediatamente que algo malo había ocurrido porque ese día yo debía llegar temprano, y llamó por teléfono al entonces juez de Instrucción Ramón Teodoro Ríos, actualmente juez de la Cámara de Apelaciones de la Justicia de la Provincia, quien se comunicó con la Jefatura logrando determinar que yo estaba allí. Con la llamada de Teodoro Ríos quedó establecido que yo estaba en poder de la policía en el Servicio de Informaciones, lo que daba cierta seguridad a mi situación, si bien mi esposa pudo verme recién a los casi cuatro meses de mi secuestro, y comprobé en mi persona los delitos que antes habíamos investigado con la Comisión Bicameral.
En mi misma situación se encontraban en el Servicio de Informaciones numerosas personas del sexo masculino y femenino. Durante el mes que estuve en ese lugar (antes de ser trasladado a la cárcel de Coronda) calculo que nunca habrá habido, en las reducidas oficinas en las que yo estaba, menos de treinta personas secuestradas en promedio, ya que la cifra oscilaba, traían gente nueva, y a otros, luego de tenerlos allí y torturarlos salvajemente, un buen día se los llevaban y no volvíamos a verlos. En otros casos, se hacían traslados oficializando la situación de secuestrados, como cuando yo fui trasladado a la cárcel de Coronda.
Las sesiones de tortura con picana eléctrica y golpes en el Servicio de Informaciones eran constantes, y todos los que allí estábamos vivíamos la angustia de ver que se llevaban a alguno que estaba sentado en el suelo al lado nuestro y luego escuchábamos sus espantosos gritos durante tiempos muy prolongados, o a veces oíamos los gritos desgarradores de personas que no sabíamos quienes eran. Pienso que los vecinos de la Jefatura de Policía que vivían sobre las calles San Lorenzo y Dorrego tendrían que escuchar también seguramente, ya que recuerdo que en una oportunidad en que ya estábamos en el sótano, que tenía unas pequeñas ventanas al nivel del suelo que dan a la calle, estuvimos un rato muy largo en silencio todos los que allí estábamos, oyendo los espantosos gritos de una mujer torturada, que advertimos que salían por alguna de las ventanas que dan a la calle en el primer piso del edificio, y entraban por la otra ventana del sótano desde donde escuchábamos nosotros. El acceso a estas dos calles era muy restringido, y siempre estaban sus veredas bloqueadas por vehículos policiales y particulares para uso policial.
En el primer nivel de esa parte del edificio, que es como una planta baja elevada, o un primer piso no muy alto al que se accedía por una escalera pequeña estábamos solamente gente vendada, sentados en el suelo. No se permitía hablar ni quitarse la venda, cosa que nadie osaba hacer aunque teníamos las manos libres. Al inicio, y durante varios días, me ataron las manos adelante con una soga, que después me quitaron.
Arriba de este primer piso, había un entrepiso con suelo de madera al que se accedía por una escalera también de madera, llamado “la favela”, donde también había gente vendada. Me tuvieron en ese lugar cerca de dos días, luego me bajaron al primer nivel donde estuve sentado en el suelo otros doce días, catorce días vendado en total, hasta que finalmente me bajaron a un sótano o subsuelo donde la gente tenía ya los ojos libres, aunque en dos oportunidades me volvieron a tabicar (vendar) y me llevaron con un grupo de unos diez, en un camión, hacia afuera de la ciudad. Esto ocurrió en oportunidad de la visita que hizo al país la Cruz Roja Internacional, hacia fines de febrero o principios de marzo. En esa ocasión, una madrugada, como a las cuatro de la mañana, ya estando en el sótano y sin los ojos vendados, apareció uno de los guardas y dijo “fulano, fulano, fulano y fulano, con tabique, suban”. El pronóstico de lo que ocurriría no era bueno al ver que a quienes llamaban de esa manera y a esa hora para salir con “tabique”, éramos los que estábamos más marcados por los golpes y la tortura y los que ellos llamaban “la pesada”. Nos pusieron a unos ocho o diez boca abajo en un camión, que creo que era verde oliva como los del ejército, no estoy seguro, con dos o tres hombres con las ametralladoras sobre nuestras cabezas. El vehículo arrancó. Dos días seguidos ocurrió esto, tiempo durante el cual nos decían que nos llevaban para ejecutarnos, que íbamos a morir “en un enfrentamiento” y cosas así.
Iba con nosotros una chica jovencita, muy torturada, que se quejaba mucho y posiblemente por su ansiedad necesitaba comunicarse, y pedía agua. Uno de los de las ametralladoras le dijo que se callara, que pronto tomaría bastante agua en el río con los pescados. Por la información que me dio sobre Alicia Minetti su padre tiempo después, quien la buscaba angustiado, deduje que era ella quien iba con nosotros. Su cuerpo nunca apareció. Así estuvimos muchas horas, todo el día hasta la noche, boca abajo y con tabique, en el camión que a ratos caminaba y a ratos se detenía. Estábamos sobre un charco de orines porque no nos permitieron levantarnos y salir del camión a orinar, y algunos no pudieron aguantar, hasta que nos trajeron de regreso al sótano.
En el sótano dormíamos todos en el piso, como en una gran cama. A la noche siguiente se me acercó gateando el doctor Filippini, un abogado a quien habían secuestrado por ser el abogado de la esposa de un policía que tenía un pleito de separación o divorcio con su marido, y me dijo en voz baja “Carranza, los van a sacar de nuevo, pero no te preocupés que es porque viene la Cruz Roja Internacional”. Ese día lo habían sacado a Filippini para hacer un trámite judicial y mientras lo llevaban en un automóvil, escuchó lo que conversaban los custodios. Saber eso era importante, porque el operativo tenía todas las características de los fusilamientos que luego aparecían en los periódicos como “muertos en un enfrentamiento”. Cuando pude pasé la información a los demás, porque podía ocurrir que durante el viaje alguno tratara de escapar y le aplicaran la “ley de fuga”. Nos sacaron nuevamente boca abajo en el camión a la madrugada, y regresamos nuevamente a la noche. Después ocurrió que la Cruz Roja, que había venido al país para inspeccionar los lugares de detención del gobierno militar, inspeccionó otros lugares, pero no llegó a Rosario como se creía que ocurriría. De todos modos se había organizado el escenario previendo la visita.
El mismo día de mi secuestro y a poco de llegar al Servicio de Informaciones, fui interrogado por primera vez, siempre con los ojos vendados, en la oficina del Jefe del Servicio, por el mismo Jefe de Policía de Rosario, Comandante Mayor de Gendarmería Agustín Feced y por otras personas entre las que estaba Guzmán Alfaro. En esa oportunidad, solamente me dieron varias trompadas en el estómago. Antes de entrar a esa oficina, y después nuevamente, me tuvieron parado en un rincón a la entrada, en la guardia, donde uno hacía girar un tambor de revólver sobre mi oído, gatillando como si fuera a disparar sobre mí sien.
Los interrogatorios eran bastante elementales en mi caso, ya que más bien se limitaban a provocarme por haber sido el sumariante de la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Torturas. Pretendían que reconociera que era un ideólogo de la guerrilla y cosas así, pero no había nada concreto que pudieran preguntarme o que yo tuviera que decirles. Pretendieron que dijera que en oportunidad de un operativo en una casa realizado en Alberdi yo había ocultado un mimeógrafo.
Luego de eso fui interrogado de la misma manera en una oficina ubicada enfrente de la del Jefe del Servicio de Informaciones. Esto ocurrió a los dos días aproximadamente. En ésta oportunidad un individuo se limitó a darme trompadas en la cara y hacerme amenazas verbales en nombre de los torturadores a quienes habíamos investigado con la Comisión Bicameral. También pretendían que dijera que la hija del Diputado Juan Lucero era montonera, y que manejaba armas de fuego.
Carmen Lucero, que en ese entonces tenía apenas dieciséis años, también fue secuestrada en esos días y salvajemente torturada con la picana eléctrica. Nos sentaron juntos en el suelo en el primer piso del Servicio de Informaciones, y luego estuvimos con muchas personas más en el sótano.
En esta segunda oportunidad, me interrogaron dos personas, una que me golpeaba, y otra que escribía en una máquina de escribir. En la tapa del escritorio del que escribía pude ver -por debajo de mi venda, ya que yo estaba de pie y veía algo por las cavidades que se forman al lado de la nariz- una cruz esvástica grande, grabada sobre la madera con un elemento cortante, como las cosas que a veces grabábamos en los pupitres en la escuela secundaria.
La tercera sesión estuvo nuevamente presidida por el Jefe de la Policía de Rosario. Esto fue en una oficina más grande, también ubicada en frente de la del Jefe pero más hacia el fondo del pasillo. Había muchas otras personas en la habitación, sobre todo policías que habían sido investigados por nosotros con la Comisión Bicameral. Entre ellos reconocí a Alberto Máximo Grandi, quien continuaba en funciones en la Policía de la Provincia. La sesión fue similar a las anteriores. Tuvo el carácter de una especie de satisfacción personal que ellos querían tener, ya que no había cosas concretas que imputarme o preguntarme. No obstante, la sesión duró creo que como una hora, aunque el Jefe de Policía en este caso no permitió que me pusieran en “la máquina” como otros querían, ni que me golpearan severamente. En un momento dado, inclusive, advirtió por lo bajo a uno de sus subordinados que tuviera cuidado, que conmigo no había “ley de fuga”.
En el caso particular de Guzmán Alfaro, con él tuve una sesión en su oficina conversando sin venda (sin “tabique” como ellos decían). Esto fue durante la primera semana de mi secuestro. Me llamó a su oficina, me hizo sacar la venda, me sentó frente a su escritorio y conversó conmigo unos quince minutos. Luego me vendaron nuevamente, y me llevaron a mi lugar en la otra habitación.
Al día siguiente, o un par de días después de este diálogo, hubo una cuarta o quinta sesión, nuevamente en la oficina de Guzmán Alfaro, en la que fui lanzado en medio de un grupo de 7 u 8 personas y golpeado brutalmente a trompadas y puntapiés, en la cara, el pecho y zona baja, cubriéndome yo siempre los testículos con las manos. Me pusieron la picana eléctrica en el pecho y me decían “¿Así que ustedes investigaban esto?” Los golpes me produjeron hematomas en la cara, especialmente en la nariz y ojos. Los ojos me quedaron completamente cerrados por la hinchazón, de manera que durante varios días cuando me quitaron el tabique y me bajaron al sótano, para ver tenía que abrirme los párpados suavemente con las manos. Se me produjeron derrames en los globos de los ojos, además de abundante sangre que perdí por la nariz y por las cejas en las que los golpes me produjeron cortes.
Recuerdo que uno de los que me rodeaban estando yo vendado y maniatado, antes de golpearme me dijo “yo vine desde muy lejos para este encuentro”, y un tercero, cuando me estaban sacando ya de esa habitación, me dijo en voz baja al oído “¿sabés quien soy? El que venía en el TIRSA”, y me dió un último golpe en la cara. Reconocí entonces la voz de Angel Jesús Farías, posiblemente el más pusilánime de quienes había investigado la Comisión Bicameral, que necesitaba que yo supiera que era él el que me golpeaba. Había tenido cierta participación en el caso Brandazza durante el anterior gobierno militar, y ahora reaparecía nuevamente al servicio del nuevo gobierno militar. Lo habíamos detenido con la Comisión a la altura de Villa Constitución en oportunidad en que él viajaba en un ómnibus de la línea TIRSA regresando de Villa Gesell a Rosario.
Esta sesión irónicamente resultó ser un “juicio” según me dijeron, pues nos hacían pasar a los que allí estábamos de a uno, con los ojos vendados, a la oficina en la que nos dijeron que un Capitán del Ejército nos iba a juzgar. Al despedirnos de tales sesiones nos decían verbalmente el número de años que nos habían impuesto como “condena”. A mí me dijeron un número bajo, que me habían puesto dos años. Aunque esta fue la sesión en la que se habló menos y prácticamente se limitaron a golpearme y picanearme. Lo del juicio era evidentemente una burla.
A los catorce días me quitaron la venda de los ojos y me pasaron, desde el lugar del primer piso en el que me encontraba, al sótano, ubicado debajo de esa misma esquina, en el que estábamos aproximadamente 25 prisioneros cuyo número oscilaba a lo largo de los días. Muchos de los que allí estaban conmigo habían sido muy torturados. Recuerdo dos que tenían en varias partes del cuerpo llagas que supuraban, producidas por el exceso de picana eléctrica y creo que de cigarillos. No recuerdo bien su apellido, creo que uno de ellos se llamaba Arce, pero no estoy seguro. Luego fue trasladado a Coronda conmigo, aunque a otro pabellón. Temo equivocarme en este apellido. Entre todos los que allí estábamos nos curábamos como podíamos, ya que no teníamos elementos con que hacerlo y las condiciones de higiene eran malas.
A los treinta días aproximadamente, junto con otras 17 personas del sexo masculino me trasladaron a la cárcel de Coronda, adonde llegamos luego de un viaje muy angustiante, porque nos trasladaron dentro de un furgón metálico completamente cerrado, apretados cuerpo contra cuerpo y sintiendo que nos asfixiábamos por la falta de aire, pues metieron dentro del furgón supongo que tres veces su capacidad.
A los tres meses y medio por primera vez pudo verme mi esposa y otros familiares durante unos 5 minutos sin contacto físico.
Aproximadamente a los 4 meses de encierro, sin haber sido puesto a disposición de ninguna autoridad judicial ni recibir asistencia legal fui trasladado a la Sede del Comando del Cuerpo de Ejército II, sita en Moreno y Córdoba, de donde fui liberado junto con otras treinta personas aproximadamente. La nómina de los liberados fue publicada en el diario La Capital de Rosario, y posiblemente en otros. Creo que la soltura se produjo el 6 de junio de 1977.
En el acto de soltura nos dirigió un aparatoso discurso el entonces Comandante del II Cuerpo de Ejército, General Leopoldo Fortunato Galtieri, con cuyas palabras ratificó que el Comando del II Cuerpo era la cabeza de la organización que nos había secuestrado, torturado y mantenido en cautiverio. Nos hicieron formar en un semicírculo y el general nos dijo que el día estaba nublado, pero había salido un inmenso sol para nosotros; que íbamos de regreso a nuestras casas; que no debíamos decir una palabra más de lo que había pasado, mirar hacia adelante y olvidarnos de todo, y que si por alguna razón llegábamos a entrar nuevamente en una zona gris en la que volviera a existir alguna duda sobre nosotros, entonces las cosas iban a ser distintas y desapareceríamos definitivamente.
Antes de llevarme a Rosario para ese acto con el General Galtieri, en Coronda me sacaron de mi celda y me llevaron a una oficina donde una persona oculta tras anteojos oscuros mantuvo un diálogo conmigo y al final me dijo que me pondrían en libertad pero que me fuera del país, porque de otro modo me darían un tiro en la nuca.
Luego de liberado renuncié a mi cargo en la Justicia Provincial en carta explicando las razones por las que debía hacerlo y denunciando los hechos que habían ocurrido contra mi persona.
El Interventor del Gobierno Militar en la Provincia, Almirante Desimoni aceptó mi renuncia, pero rechazando los términos. Tuve que alejarme de la Ciudad de Rosario, tramitar los pasaportes de mi familia y el mío, que demoraron en entregarme muchos meses, razón por la cual recién el 26 de febrero de 1978 viajamos a Costa Rica con mi esposa y nuestras entonces tres hijas, que ahora son cuatro hijas y un hijo.
En cuanto a los compañeros y compañeras que estuvimos juntos en ese lugar, creo que todos y todas podíamos sentirnos compañeros como seres humanos en esa situación, aunque estábamos personas de muy diversas edades y extracciones laborales, políticas o sindicales. Entre las personas que estuvieron conmigo como antes dije estaba Carmen Lucero, que tenía solo 16 años, a quien secuestraron por ser la hija del diputado Juan Lucero y sometieron a torturas y vejámenes terribles, sin lograr amedrentarla ni destruir su entereza.
Estaba Adrián Sánchez, un muchachito que tendría también 16 o 17 años y fue trasladado conmigo en el mismo contingente a la Cárcel de Coronda.
Estaba también la pareja que llamaban el Cady y la Victoria, que militaban en la juventud peronista o en la Unión de Estudiantes Secundarios. Tendrían, creo, un par de años más que Carmen y Adrián Sánchez, pero los habían quebrado totalmente y los utilizaban para secuestrar, torturar e interrogar a más chicos y chicas de ese grupo político.
Estaba también un señor Gómez, que creo que era sindicalista. El estaba con nosotros en el sótano, y su esposa, embarazada, estaba en otro lugar de la Jefatura. Su esposa murió por el maltrato y por la falta de atención médica. La noticia nos llegó hasta el sótano, y no sabíamos como decírselo. El único que no lo sabía era él. El personal de la guardia se lo llevó sin decirle adonde iba. Cuando regresó nos contó que lo habían llevado a su casa, y al entrar se encontró con el velorio de su esposa.
Estaba también Juan José Mattos, que creo que era obrero de la carne, y tenía el mismo nombre y apellido que otro Juan José Mattos que estaba preso en Coronda.
Había también un sacerdote tercermundista, a quien la patota burlaba y mortificaba continuamente. Creo que su apellido era García.
También estaba con nosotros “el pollo” José Baravalle, a quien la tortura había quebrado e identificó compañeros suyos que fueron también secuestrados y torturados, y luego que lo liberaran, ya en Italia, se suicidó al enterarse que la justicia había ordenado su captura. Aunque él ya está muerto, y no se lo podrá judicialmente condenar, ni absolver, siento la obligación de referir lo que yo ví, y viví, de su actuación en ese infierno. Yo no lo conocía a José Baravalle. Lo conocí en la favela y en el pozo. Conocía sí a un hermano suyo abogado, y por relaciones familiares y sociales el pollo más o menos sabía quien era yo, y yo más o menos sabía quien era él.
Era de una generación muy posterior a la mía, creo que de unos diez años menos que yo. En el pozo él sintió la necesidad de contarme, de confesarse con alguien, diciéndome lo que había hecho. Me contó que el grupo en el que militaba tenían establecida la norma de que si alguno no se reportaba en un lapso creo que de 48 horas sus compañeros tenían que alertarse y cambiar de domicilio. Me dijo que había resistido la tortura mucho más que eso, como quince días, y luego no había podido aguantar más, y dio nombres de compañeros, que fueron secuestrados. Tenía mucha angustia y dolor, y a diferencia del Cady y la Victoria, a quienes se los veía muy cómodos en su rol de colaboradores de quienes secuestraban y torturaban, Baravalle era un ser atormentado que permanentemente trataba de ayudar en lo que podía a quienes allí estábamos. Ayudar podía ser algo tan nimio como guiarlo a uno con los ojos vendados hasta el baño, y luego pasar a buscarlo para llevarlo nuevamente a su rincón. Quienes estábamos vendados podíamos ver un poco los zapatos de quienes pasaban cerca, y cuando pasaban los zapatos del pollo se podía pedir agua o tratar de ir al baño. Si pasaban otros zapatos, en vez de agua o de ir al baño se podía recibir una patada.
En cuanto a los guardas y represores que nos tenían cautivos, identifiqué al entonces Jefe de la Policía de Rosario Comandante Mayor de Gendarmería Agustín Feced, y al entonces Jefe del Servicio de Informaciones Raúl Alberto Guzmán Alfaro, ambos ya muertos
Salvo las cabezas principales, todos o casi todos los que trabajaban secuestrando, torturando o vigilando víctimas tenían apodos para dificultar su identificación. Recuerdo los nombres de Kungfú, Kungfito, Managua, Juan, “El pelado” (que creo que era el mismo que “el sargento”), Lo Fiego alia “el ciego” o “Mengele”, y otro de apellido Marcote, a quien le decían “el cura”.
Me llamó la atención lo correcto en el trato (si cabe esa expresión en ese infierno) de uno que creo que se llamaba Diego; en aquél entonces no tendría más de 30 años, no muy alto, pelo negro lacio. Tuve la impresión de que no estaba muy de acuerdo con lo que allí pasaba, pero supongo era de un rango bajo en el escalafón, y nada podía hacer para impedirlo.
Como antes dije, en la cúpula de la responsabilidad por los delitos que se investigan estaba el Comandante del II Cuerpo de Ejército General Leopoldo Fortunato Galtieri, lamentablemente también ya muerto. Similar responsabilidad que Galtieri tendría en otras causas similares -aunque no en mi secuestro específico- el General Ramón Genaro Díaz Bessone, quien precedió a Galtieri como Comandante del II Cuerpo de Ejército. Cabría determinar la responsabilidad de Díaz Bessone en los atentados y amenazas de que fuimos víctimas antes de que me secuestraran.
Cabría asimismo determinar la responsabilidad de otros implicados, como el entonces Mayor Fernando Soria, que era quien en el Comando del II cuerpo llevaba los legajos de las personas secuestradas, torturadas y eventualmente asesinadas. Mi esposa, al igual que muchos familiares de otros secuestrados, se entrevistó con él en más de una oportunidad haciendo gestiones para mi liberación.
Traté de hacer una síntesis de los hechos principales que podía poner en conocimiento del Tribunal. Quedo a su disposición para ampliar o para lo que fuere menester.
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Los crímenes que juzga este Tribunal en esta causa son crímenes imprescriptibles de terrorismo de Estado, considerados de lesa humanidad, y cometidos de manera organizada y sistemática utilizando para ello las instituciones estatales. Hay que notar que las listas y legajos de las personas secuestradas y desaparecidas se encontraban en el Comando del II Cuerpo de Ejército, y que las personas secuestradas eran alojadas y torturadas en las instalaciones del Servicio de Informaciones sito en el edificio de la Jefatura de Policía y de la Gobernación de la Provincia.
Pronto hará cincuenta años que llevo trabajando en la justicia penal, primero en la justicia de instrucción en la ciudad de Rosario, y desde hace más de treinta años en el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Trato al Delincuente ILANUD.
“La justicia penal es como las víboras, muerde a los descalzos”, supo decir el Obispo Casaldáliga, en una frase que sintetiza algo harto verificado por la criminología y la sociología criminal: que las personas que tienen mucho poder logran en gran número evadir la justicia con impunidad, mientras por el contrario la justicia penal castiga de manera desproporcionada a los más débiles.
Trabajando por mi función en esta materia en toda la región de América Latina y el Caribe, y teniendo asimismo la oportunidad de conocer también el funcionamiento de la justicia penal en países de otras regiones del mundo, puedo observar que en un momento internacional muy difícil, nuestro país durante los primeros años del advenimiento de la democracia y en la actualidad durante el curso de los últimos diez años, ha hecho de la función de la justicia penal en los casos de delitos de lesa humanidad una política de Estado. El país está produciendo una justicia penal más justa, y sentencias de la Corte Suprema de Justicia son citadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Y afianzar la justicia es tan importante para afianzar definitivamente nuestra democracia y una sociedad con menos violencia, en la que los hechos que hoy juzga este tribunal no se vuelvan a repetir.
Aunque sin duda es mucho lo que queda por hacer, estoy convencido que el país va por buen camino.