"Últimas palabras" de los represores de Quinta de Funes y Fábrica Militar

El primer juicio contra represores de la dictadura en Rosario ha llegado a su fin. Sólo resta que los jueces del Tribunal Oral federal N°1 dicten la sentencia que, según anunciaron en la audiencia de este miércoles 7 de abril, será leída el próximo jueves 15. En la jornada de cierre del “debate público” los imputados hicieron uso del derecho a expresar sus “últimas palabras” antes del veredicto final, y volvieron a poner a prueba el estómago de los familiares y víctimas presentes en la sala. “Por más pena que me pongan, en 2 o 3 años voy a salir, porque esto es algo político”, amenazó Juan Amelong, uno de los cinco acusados. Fuera del tribunal, organismos de derechos humanos pegaron carteles con las fotos de los desaparecidos y orejas gigantes con la leyenda: “Lo único que queremos escuchar es: ¿Adónde están los compañeros desaparecidos?”.


Desde el 31 de agosto –en uno de los procesos contra ejecutores del terrorismo de Estado más dilatado del que se tenga memoria desde que se recuperó la posibilidad de llevar a la Justicia a los criminales de lesa humanidad en la Argentina–, se vienen ventilando los delitos cometidos por tres militares y dos civiles de inteligencia integrantes del Batallón 121 del Ejército, por su responsabilidad en el control operativo de cinco centros clandestinos de detención: La Calamita, Quinta de Funes, Escuela Magnasco, La Intermedia y Fábrica Militar de Armas Domingo Matheu. La audiencia de este miércoles 7 fue la última antes de que los jueces den su veredicto.

Como ya había anunciado el tribunal la jornada estaba citada para escuchar las palabras finales de los imputados. El primero en hablar fue Juan Amelong.

“¿Por qué hemos llegado a este momento del trámite?”, se preguntó en las primeras de sus “últimas palabras” el represor Juan Amelong, alias teniente Daniel. “Pensé que tras la indagatoria iba a quedar descartada cualquier responsabilidad en los hechos”, dijo el imputado del cual se probó a lo largo del juicio, entre otros tantos delitos, que uno de los centros clandestinos de detención –La Intermedia, en el que fueron asesinados catorce militantes montoneros– era de su propiedad.

En un tramo de su alocución el represor quiso dar a entender su voluntad a someterse a juicio dando un ejemplo en el que mandó al frente a sus camaradas que actualmente están al frente del Batallón 121: “Estando detenidos en los cuarteles, con todas las puertas abiertas, en ningún momento se me ocurrió romper esto e irme”. La confesión de Amelong sobre la “libertad” con la que actuaba durante su detención en la sede del Ejército en Rosario, mientras la causa estaba en la etapa de instrucción, fue denunciada en una investigación del periódico El Eslabón en 2004, que concluyó con el traslado de Amelong al penal de Marcos Paz en Buenos Aires.

Luego, en una especie de refrito de la mentada frase sarmientina “On ne tue point les idées” –que el autor del Facundo y responsable de algunas de las acciones e ideas más racistas y reaccionarias de las que se ensayaron sobre este suelo, estampó en un cruce a Chile en el marco de una huida de los “bárbaros federales”–, Amelong auguró: “Voy a seguir pensando y hablando siempre. Me pueden limitar en forma ambulatoria, pero no de otro modo. No van a conseguir limitarme ni hacerme callar”.

Siempre en tono épico –y quizás sin pensarlo dando el anclaje histórico-político que estos juicios implican–, Amelong vaticinó que “por más que me pongan una pena de 25 años, en 2 o 3 años voy a salir, porque esto es algo político”.

El represor se extendió en su alocución más de veinte minutos –lo autorizado por el tribunal–, pero logró que le otorguen diez más, en los que se dedicó a señalar cuestiones relacionadas con el trámite judicial, a atacar a la Fiscalía y a amenazar a las querellas. “A los querellantes y sus representantes que participaron en los escraches los tengo filmados”, afirmó Amelong, intentando con eso desautorizar el trabajo de los abogados de la agrupación H.I.J.O.S., organización que realizó varios escraches en la puerta de su domicilio, durante los años de impunidad legalizada.

Finalmente y después de “confesar” que se llevó varios chascos con el Tribunal, concluyó mirando a los jueces: “El resultado de este juicio histórico es político. La resolución que adopte tiene dos posibilidades, ser elogiado por el Página 12 mañana y ser denostada por la historia”.

Pascual Guerrieri, el militar de mayor rango ente los imputados del juicio, fue el segundo en hacer uso de la palabra. “Voy a decir sensaciones, que es puro corazón. Lo que siento en este momento”, expresó el represor denunciado por más de sesenta testigos. “No era yo el hacedor del destino de nadie. Es un error de concepto. No fui responsable de la cadena de mando”, dijo Guerrieri, invocando una vez más la Obediencia Debida.

Sólo le faltó sacar la guitarra y ponerse los lentes de Lennon a Guerrieri cuando dijo: “Hay una Argentina que se sueña y otra que es soñada. A nosotros se nos dio ese ciclo biológico y tuvimos que atravesarlo. Los jueces podrían respetar mi tiempo de vida útil, con aplicación de las normas. Apelo a vuestra sapiencia. Para salir de este recinto con el convencimiento de que hay un mañana. Con respeto a las normas, la Justicia con mayúscula”.

Pero luego se le cayó la máscara pacifista y quedó al descubierto el milico: “Estos juicios tienen los movimientos propios del combate jurídico. No hay que confundir el combate de la batalla. Combate es el enfrentamiento ligero. La batalla es la culminación de la estrategia, es la que determina o no la victoria. Estamos en batalla aquí en este juicio. Acá hubo una guerra”, apuntó Guerrieri.

“Aquí no hay odio, no hay venganza, no hay terceras intenciones, hay dolor. Tengo mucho dolor. Pero al lado existe la esperanza, crece un árbol amargo, que entremezcla sus raíces con el bien, que puede dar frutos dulces. Ese árbol se llama el árbol de la esperanza. Es todo”, terminó diciendo a los jueces, casi poético, cínico, el teniente coronel retirado Pascual Guerrieri.

El imputado que hablo después de Guerrieri fue el ex agente de inteligencia Walter Pagano, quien expresó que “solamente voy a agradecer la labor de los profesionales de mi defensa y reiterar mi inocencia”, y no dijo más.

A su turno el mayor retirado, Jorge Fariña, reiteró lo manifestado en su declaración indagatoria y posterior ampliación. “Lo único de lo que me hago cargo es de haber sido militar, en un momento en que el gobierno estaba a cargo de militares. Y estuve en Rosario”, indicó.

Fariña se declaró inocente, negó todas las acusaciones en su contra y les pidió a los jueces que “cuando dicten su veredicto con independencia, derecho, justicia y legalidad, pese a las presiones políticas, ideológicas, periodístico y gubernamental”.

El último en hacer uso del derecho a expresar sus palabras finales fue el también servicio de inteligencia Eduardo “Tucu” Costanzo, que enfrentó los dichos de sus coimputados: “Había pensado no hablar hoy. Pero he escuchado en la forma en que me atacan y quieren descalificarme”, explicó el represor que en varias oportunidades a lo largo del juicio confesó los delitos de los otros cuatro imputados y se auto incriminó al mismo tiempo.

Costanzo se quejó del trabajo del defensor de Pagano, quien según el Tucu “pretendió desacreditar todo lo declarado por mi”. “Son chicanas muy pobres. Fopiani se equivoca. Hasta que me presenté a la Justicia fuimos amigos con Pagano”, señaló el represor.

Costanzo pidió ante el tribunal que se aclarare la muerte de un militante al que llamaban Remo, cuya desaparición no está denunciada y que el Tucu contó que fue enterrado en un pozo que “cavamos por orden de Fariña. Alias Sebastián”.

El represor que más habló en el juicio volvió a la carga con sus dichos sobre un presunto riesgo que corre su vida producto de su decisión de contar cómo actuó la patota. “Hago responsables de mi vida e integridad física a Fopiani y Galarza –abogados defensores de otros imputados–, que quieren un traslado donde me van a matar”, advirtió Costanzo, y agregó: “Voy a ser asesinado. No permitan que yo sea un caso más como Febres, Julio López y Silvia Suppo”.

Luego de las palabras de los represores de los cinco centros de detención que se investigan en la causa, por donde pasaron más de sesenta detenidos –que fueron sometidos a los más crueles tormentos, de los cuales diecisiete continúan desaparecidos–, el público estalló en cantos reinstalando la incógnita que hace más de treinta años las Madres de plaza de mayo convirtieron en bandera: ¿Adónde están los desaparecidos?

La pregunta no fue respondida por los represores.




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